
Privacidad o seguridad, esa es la cuestión. La pandemia de Covid19 ha situado a la mayoría de los habitantes del mundo en una posición inusual y extraña. Un gran número de países han comenzado a implantar medidas de localización, seguimiento y control de ciudadanos con el fin de identificar posibles contagios y prevenir la expansión del virus. En países asiáticos como China, Corea o Singapur, entre otros, la intrusión de las empresas tecnológicas y las agencias estatales en el ámbito privado ha sido especialmente pronunciada. Curiosamente, en multitud de países europeos y en otras regiones como el continente norteamericano, tradicionalmente más proclives que los anteriores a la protección y la prevalencia en el ordenamiento jurídico de los derechos individuales y la defensa privacidad, las exigencias en materia de salud pública han producido una mayor tolerancia hacia los sistemas de monitorización y vigilancia ciudadana. Sin embargo, no son pocos los que desconfían de estos mecanismos y del uso que las multinacionales digitales o los gobiernos darán —ya sea en el corto o en el largo plazo— a los datos recabados durante las campañas de prevención de la pandemia bajo el pretexto de la protección de la salud pública.

No es la primera vez que surge una cuestión como esta. En otros periodos recientes que han sido testigos de otro tipo de amenazas a la salud pública o la seguridad, como es el caso, por ejemplo, del terrorismo, se han producido reacciones similares. A raíz de este lamentable fenómeno, la gente vio con buenos ojos un aumento de la seguridad en los aeropuertos y en otras estaciones de diferentes medios de transporte, entre otras medidas destinadas a la lucha contra el terror, aunque algunas de ellas socavaran o redujeran algunos derechos individuales o constriñeran el ámbito de privacidad del individuo en según qué situaciones.
Está claro que determinadas medidas son necesarias para garantizar la salud y la seguridad de todos. Pero las medidas aplicadas durante una situación de crisis no deberían extenderse más allá de los estrictamente necesario, y deberían aplicarse de manera proporcionada y en la forma menos intrusiva posible. Una cosa es que antes de subir a un avión las autoridades se aseguren de que nadie va armado, y otra es cachear indiscriminadamente a todos los viandantes de una ciudad. De la misma manera, una cosa es establecer los protocolos y las reglas oportunas para garantizar la máxima higiene y seguridad durante una pandemia, y otra es monitorizar y registrar la actividad de todos los ciudadanos, sean o no portadores del patógeno, o estén o no en situaciones de riesgo.
Además de la invasión de la privacidad que supone el mero uso de este tipo de sistemas de registro de información personal sensitiva y el enorme riesgo que implica que sean utilizados de forma fraudulenta o ilícita por sus impulsores, el problema de la imposición de este tipo de medios tiene que ver con la abstracción en los criterios de aplicación, la falta de información y de garantías de seguridad (especialmente para su uso en el largo plazo), y la restricción de la libertad personal que supone el no poder, en determinados casos, negarse a ser objeto de dichas investigaciones.
Si algo ha puesto de manifiesto de manera inequívoca esta crisis sanitaria, ha sido que las promesas de protección de datos y garantías de seguridad y privacidad de las comunicaciones, las navegaciones y los puntos de localización que muchas de las grandes operadoras de telecomunicaciones, las empresas tecnológicas (y también el ordenamiento jurídico y las autoridades estatales) expresaban cuando ponían a disposición del público este tipo de servicios, no se han cumplido.
Un reciente estudio de ExpressVPN, una compañía de seguridad dedicada a la protección de datos ha puesto de manifiesto que más del 84% de los usuarios temen que el gobierno pueda usar los datos obtenidos con excusa de la pandemia para otros fines.
Muchos de los datos que estas empresas están recabando están siendo vendidos a empresas o entregados a gobiernos y autoridades estatales y supraestatales para uso comercial o bajo el pretexto de la defensa de la salud durante la emergencia internacional. ¿Pero, y si el uso de estos datos fuera, en el futuro, más allá de la lucha contra esa emergencia? ¿Y si se utilizarán para cuestiones políticas o polémicas? ¿De hecho, no es el término “emergencia” un término subjetivo sujeto al criterio de quienes gobiernan? ¿Hasta cuándo puede considerarse que se alarga un periodo de emergencia sanitaria? ¿No podrían considerarse la inmigración, la seguridad, el medioambiente, las crisis económicas... también situaciones de emergencias nacionales? ¿También estaría justificado entonces el menosprecio a la privacidad y a la libertad individual? En definitiva ¿quién pone los límites a las intrusiones en la esfera personal del ciudadano, sea cual sea la causa o el pretexto de dicha intrusión? Y, por último, ¿existen las garantías necesarias para garantizar el uso adecuado de la información que se recabe durante estos periodos? Y si la respuesta, como parece en la actualidad, es la duda, ¿merece la pena el riesgo que supone la pérdida de poder y autonomía frente a unos estados con más y más medios y capacidad de control, coerción e influencia? Que cada cual saque sus propias conclusiones.
